INSTRUCCIONES SECRETAS PARA UN VUELO -Jorge Pech Casanova-

Instrucciones secretas para un vuelo
Jorge Pech Casanova


¿Qué cubre la curva de un vuelo? Su amplitud abarca la circunferencia del mundo, el día que despliega sus prodigios y calamidades, la noche que despierta con misterios y terrores, la zona de transición donde realidad y sueño tienen tanto que confiarse… En ese ámbito se mueve la imaginación creadora de Soid Pastrana (Juchitán, 1970), confiado por entero a una poética de la movilidad que es el íntimo fundamento de sus imágenes, en primera instancia inmóviles.
Una secreta vitalidad anima las figuras en el universo de este pintor originario de la zona tórrida. El calor fervoroso de su Juchitán natal, donde las mujeres y los hombres se encienden con la misma facilidad con que los pájaros agitan las alas, arde en cada una de sus representaciones. Aves fabulosas, hombres pájaro, viajes que se emprenden a destinos enigmáticos y cotidianidades fantásticas son el alimento de este pintor, quien se afinca en su propia imaginación con la misma tenacidad con que mantiene su existencia en mudanza continua.
De Juchitán a la ciudad de México y de vuelta a Juchitán, este viajero sin fatiga atesora en su mirada todos los paisajes que su cuerpo y su mente han frecuentado. De la mirada a la imaginación, de ahí a la mano y por ésta a la tela o al papel, esos paisajes vividos se convierten en experiencia pintada. En ese proceso lo percibido deviene ensoñación, la imagen se libera de preconcepciones y apunta hacia los símbolos de trascendencia que Jung clasificó para elucidar los impulsos de liberación que cobija el inconsciente colectivo.
Pastrana responde a una concepción mágica de la realidad, pero su visión no es la del primitivista complacido por su propia “ingenuidad”. Su experiencia de viajero y el trato con los artistas de otras latitudes han modificado su conciencia, le han abierto los ojos a una concepción posmoderna. Si en la pintura oaxaqueña plasmar el pensamiento mágico equivale a engolfarse en la inmanencia (pues “lo mágico” representa, menos que una forma de pensamiento, una etiqueta comercial), la apelación a la ironía en el discurso pictórico permite airear los elementos manidos para aspirar a una trascendencia que dista mucho de lo que en la provincia mexicana se confunde con “trascender”, cuyo significado no es sino pasajera notoriedad.
Pastrana parte de un entorno idílico en el cual los usos y los hábitos son menos urbanos que rurales. En su iconografía, ser un peatón no implica un ciego trayecto por calles hostiles o abrumadoras, sino un recorrido en el cual los sitios comunitarios saludan al paso con signos cómplices, afables. No haber misterio es un misterio también, pudo decir el portugués Fernando Pessoa si hubiese venido al istmo mexicano, ahí donde la sobreabundancia de misterio se genera por la extrema claridad con que todo sucede en el trópico; los destellos de luz enceguecen, obnubilan la visión y pueden conducir al delirio: detrás de una vaca asoma un ángel; en la arbolada sombra anida un ave del paraíso; en la mar navegan quimeras en tanto los naguales se aglomeran al sol. Todo es posible en este ámbito, porque donde los prodigios se han avecindado, ningún portento es cosa de escándalo.
Dentro de la festividad interminable que Soid Pastrana retrata, anida, sin embargo, una poderosa melancolía. Sustraído a esa región donde lo maravilloso es asunto cotidiano tanto como dominio compartido, el pintor manifiesta su azoro ante la urbanización delirante que desahucia milagros para guarecer toda clase de calamidades. Sus hombres-pájaro, sus hombres-nagual, sus personajes-fábula de pronto aparecen extraviados entre señales de la impersonal posmodernidad; entonces sus rasgos distintivos se afilan, se afinan, por la obstinación del dibujante. No extraña que etiquetas de cerveza alemana, de tequila o boletos de trenes y autobuses se inmiscuyan en sus composiciones: la unidad esencial de las obras se reafirma, no se desvanece, induce una leve perturbación como reivindicación de su peculiaridad.


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La reminiscencia babélica de estas interpolaciones no es inopinada. Los habitantes de Juchitán aprendieron desde finales del siglo XIX que su territorio era paso obligado entre dos y hasta tres mundos en desiguales circunstancias: América bronca, Europa ávida y Asia urgida. Ingleses, franceses, alemanes, chinos, coreanos y libaneses cruzaron desde Salina Cruz a Coatzacoalcos, se establecieron en las distintas poblaciones del istmo mexicano y transformaron la comarca zapoteca en nueva y exitosa Babel, donde los hablantes de lenguas disímiles lograron un entendimiento duradero. Los barcos y el ferrocarril contribuyeron a colocar a los istmeños en constante travesía, de un extremo a otro de la fértil cintura geográfica, en un terreno donde las culturas de tres continentes se entrelazaron.
La tradición multicultural en la que Soid Pastrana surge como artista, con una serie de elementos aglutinados a partir del siglo XIX, se completa en el siglo XXI con las aportaciones del orden global. Se completa, pero también se confronta consigo misma por obra de los criterios posmodernos. El mundo en el cual transita el pintor abandonó las convicciones decimonónicas por asumir la profunda desconfianza global. Las certezas que los hombres del siglo XIX impusieron a las sociedades, condujeron en el siglo XXI a la incertidumbre compartida por las pequeñas agrupaciones colectivas cuya dispersión se extiende día con día. Hoy ya no estamos seguros más que de nuestra falta de fe; en esa carencia se fundan manifestaciones de todo tipo, inclusive las artísticas.
Soid Pastrana recoge el desafío de reinfundir convicciones a un mundo que, tras la pérdida de certidumbres, se empeña en desterrar la fe. En esta condición, lo mundano se liga a lo profano para obstaculizar cualquier atisbo de lo sagrado, cualquier posible acceso a una zona mistérica. De este modo, la función de apertura que la imaginación hacía posible en otras sociedades deja de operar, y conduce a esa perturbación en la función de lo irreal que Gaston Bachelard diagnosticó tan patológica como las perturbaciones en la función de lo real. Es decir, la carencia de irrealidad es tan grave como la ausencia de realidad. El artista entiende que el mundo está enfermo de realidad y trata de inocular una saludable dosis de irrealidad en las disposiciones excesivamente realistas de una colectividad embotada por su desconfianza hacia lo sagrado.
Los vuelos de ángeles y hombres pájaros simbolizan esa acometida del misterio para sanar a una comunidad que se pone a sí misma en entredicho. La profilaxis del creador consiste en fungir como fabulador: despliega el mito ante los ojos decepcionados de sus congéneres y les recuerda lo que Bachelard elucidó en El aire y los sueños:

el conocimiento poético del mundo precede, como conviene, al conocimiento razonable de los objetos. El mundo es bello antes de ser verdadero. El mundo es admirado antes de ser verificado.

El pensador francés se refería al tipo de alquimia verbal que ejecutaban poetas como William Blake o Percy B. Shelley. Soid Pastrana recurre, para ejemplificar su poética del aire, a cantos sin palabras, compuestos de trazos arquetípicos: una alquimia de la imagen. Su empeño es ímprobo. Por momentos, sus series de grabados El señor de los pájaros y Viajeros, inclusive el tríptico dedicado al solemne Benito Juárez, traslucen la fantástica melancolía de un cuadro de Magritte titulado La isla del tesoro: en él, un brote de plantas-pájaros bate sus alas-hojas inútilmente, tratando de soltarse de sus raíces fatalmente enterradas. En otros ejemplos, como las gráficas de Anatomía de una rueda, la conjunción de elementos fantásticos, esotéricos y excéntricos adquiere una animación circense, un giro desafiante, regocijado, en el que campea el capricho fantástico, como la intrigante conjunción titulada Pingüino en Xadani. Esta clase de composiciones se enlaza con el efecto visual y sensorial que logra el poeta Saint-John Perse en su gran poema Pájaros:

… una gaviota blanca sobre el cielo, como una mano femenina contra el resplandor de una lámpara, alza sobre el día la rosada transparencia de una blancura de hostia…

Nada tan pletórico de misteriosa alegría como esa imagen del vuelo. Las instrucciones secretas para ese despliegue prodigioso están contenidas en los trazos de Soid Pastrana. Del buen observador depende interpretarlas y, acaso, ponerlas en práctica. La recompensa será la preciosa noción de que –como dijo otro poeta, Paul Valéry– soñar es saber.


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Tras referir las operaciones mágicas en que el pintor juchiteco se sumerge, es justo aludir, aun si la brevedad apremia, al ámbito real en que se funda el arte de este creador. El estudio donde Soid Pastrana traslada su visión a la tela y el papel, es un antiguo taller de ebanistería donde aún subsisten ejemplos de la exquisita artesanía istmeña. Macizos muebles tallados presencian el diario esfuerzo de Soid Pastrana por retratar asombros en telas, papeles y otras superficies.
Sin embargo, el pasmo preferente que recibe al visitante en ese taller de taumaturgia es el patio trasero, situado en un segundo nivel y en el cual extiende sus ramas un airoso árbol. Es un patio de aérea condición en el que se expande un follaje estupendo, que hace olvidar la superficie de la que parte el tronco, rendida al caos de unos habitantes demasiado embebidos en su cotidianidad.
A ese patio fascinante dirige sus miradas el pintor mientras elabora sus secretas instrucciones para el vuelo. ¿Cómo dudar, después de arrobarse con esta vista, que su motivación principal tiene un nombre antiguo y sobrenatural, heredado de los primeros chamanes, de la intemporal sustancia de los naguales y de la abrasadora integridad de la profecía? El nombre que se acomoda a la producción pictórica y gráfica de Soid Pastrana puede enunciarse en muchas lenguas. Los latinos lo designaron con los vocablos anima mundi: el alma del orbe, la fronda de la cosmovisión. Bajo su sombra, el pintor observa cómo germinan los colores del prodigio.

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